Friday, July 19, 2013

LA DOBLE VIDA DE LOS SUPERHEROES


El actor Andrew Garfield ha declarado que su Spiderman bien pudiera ser gay o bisexual, los X-Men celebran pronto la primera boda gay del género y se acaba de estrenar lo último de Lana Wachowsky, ante un público desconcertado por la apuesta entre kitch y filosófica de los creadores de “Matrix”, que no obstante bate records de alquiler en el videoclubs. Aún así, la industria del cine sigue reticente a que los protagonistas de sus comics-films para todos los públicos puedan ser gays, lesbianas o transexuales. El amor entre Batman y Robin ya no es ningún secreto, al igual que la homosexualidad de Sherlock Holmes o que los X-Men de Bryan Singer (autor de la homoerótica y morbosa  Verano de corrupción) van a celebrar la primera boda homo de la ciencia ficción aprovechando el mandato de Obama. La salida del armario de los superhéroes es un tema complejo y todavía en el candelera. A la polémica se ha sumado el joven actor Andrew Garfield al declarar que el último Spiderman bien podría ser gay, bisexual  o estar explorando su sexualidad. Pero a los productores de la película no les ha hecho ninguna gracia la idea. El hombre araña no solo es capaz dar grandes saltos sino también de despejar las telarañas de su armario sociosexual, ante el disgusto de la productora, que nunca sabe cómo va a reaccionar la taquilla habitual de estos filmes. 
 
 
 
 
 
 Esto nos lleva al mundo de “Hollywoodland” aquella película policiaca  sobre George Reeves (ídolo de niños y adolescentes)  -el Superman de los años cincuenta-  donde Ben Afleck interpreta a un marido y actor de televisión  nada convencional en los tiempos del macartysmo, cuyo trágico “suicidio” en un universo despiadado  sigue siendo un misterio. El mundo del comic y los superhéroes se revitaliza en esa época en la que el varón estadounidense, recién vuelto de la Segunda Guerra Mundial, anda algo perdido en una sociedad hipócrita, en el que las mujeres se han incorporado a la industria de las armas. Los roles de género/sexo se remueven pero también se refuerzan o se parodian. Superman, Flash-Gordon, El hombre invisible,  esos dioses y monstruos muchas veces salidas de plumas y pinceles no heterosexuales.  Es curiosa la reacción de una industria oportunista hasta la médula que rechazó al joven Matt Gommer para el papel de Superman por ser gay pero se forra a través del personaje de Ian McKellen en películas como Harry Potter o en los propios X-men Avatar, reaccionaria y ampulosa, no evita la estética kitch. Pero las cosas van cambiando y el público LGTBQ también reclama sus personajes en todos los géneros. No solo en la comedia o el melodrama. Y es posible que el otrora rechazado Gommer sea el próximo protagonista de La sombra de Grey. Hollywood es una industria de la cabeza a los pies. Un ejemplo de ello es la impoluta masculinidad de los personajes encarnados por Rock Hudson o James Dean. Que la industria del celuloide como la deportiva (donde pocos jugadores de futbol se atreven a salir del armario)  ande anclada en códigos decimonónicos o pre-stonewall es otro asunto. Hoy día las películas del director fuera del armario Bryan Singer o de “nuestro” sobrevalorado Amenábar son recibidas con los brazos abiertos porque son un sustancioso reclamo para la taquilla y, especialmente, para la taquilla adolescente.
 
 
 
 
 
 
La masculinidad no es exclusiva de los heterosexuales ni la capacidad de rodar películas para adolescentes o de trepar por las paredes. No debe confundirse el chismorreo con la necesidad de que los modelos culturales (en este caso de la cultura popular) para adolescentes que pueden ser gays bisexuales, trans o lesbianas. Si la directora de Matrix han hecho público su cambio de sexo en un osado discurso ¿Por qué no puede un superhéroe ser gay y valiente? Porque la sociedad estadounidense sigue siendo profundamente  cobarde. Y necesita héroes o villanos de una pieza. A los que teme, idolatra o envidia en secreto. Precisamente los superhéroes son casi siempre “gente en el armario” dispuesta a llevar una doble vida, en la que combinan el romance heterosexual (al menos hasta hace poco) con una rivalidad llena de homoerotismo hacia su oponente (el malo). El disfraz de colores ya lo acerca a un personaje harto de una rutina gris y oficinesca abriéndose a nuevas posibilidades en la libertad de la noche, la gran urbe o el anonimato. Como el aspecto de Marylin Manson del malogrado Brandon Lee en El cuervo. Por no hablar de nuestro Barón Asler de Mazinger-Z, de Epi y Blas o de “el estudiante” secretamente enamorado  de Curro Jiménez.    Ya cansa tanto fariseísmo, tanto aguantar que las lesbianas solo puedan ser vampiras o profesoras  o los gays diseñadores o, como mucho, vaqueros crepusculares. Si los y las adolescentes no tienen modelos, cuando son los más necesitados de ellos, es que hay una rutina perversa en el mundo del espectáculo. La carrera del modelo James Franco o la valentía de  Anne Heche, Jodie Foster o Elena Anaya (como las heroínas de Mujer contra mujer,  El silencio de los corderos o La piel que habito, respectivamente) vienen a echar por tierra que los actores y actrices tienen que cumplir con patrones de una heterosexualidad compulsiva y adormecedora. No lo digas, no preguntes.
 
 
 
 

 Películas como Gattaca pusieron ya en primer término las complejas relaciones entre la ciencia ficción y la diversidad sexual. Igual que las novelas de Úrsula K. Leguin o Samuel R. Delaney. La relación entre Ethan Hawke y Jude Law iba más allá de la simple amistad igual que los personajes encarnados por Sigourney Weaver, Angelina Jolie o Nathalie Portman (V de vendetta) en el terreno de lo fantástico se llenan de una masculinidad osada y nada convencional. Su aspecto dista de ser el atribuido a la heroína hollywoodiense y su profesionalidad o su rebeldía están llenas de aplomo. Sus interpretaciones pueden ser subversivas (como en el caso de Weaver en Alien o Portman en V de Vendetta) o meras copias de los superhéroes masculinos (como la imposible Lara Croft que encarna con histrionismo Angelina Jolie)

 Los superhéroes parecen hechos para el público infantil o, especialmente, adolescente, y eso nos lleva al terreno y el periodo vital  en que los roles sexuales son asignados o reafirmados. De esto saben muchos los niños con pluma acosados en los colegios.  Por eso Marvel o la productora de turno se anda con precaución en un mundo donde la Iglesia, las sectas, la escuela privada, los recortes ideológicos    y la familia tradicional siguen haciendo de las suyas. Basta con citar a la escritora Alice Walker cuando afirmó que la única razón por la que accedió a ceder los derechos de El color púrpura al todopoderoso y blandengue  Spielberg era porque lo más parecido que había visto a una joven lesbiana negra  en el cine de masas  era E.T. el extraterrestre.

Saturday, July 06, 2013

INMENSA TILDA


 

 

Tilda Swinton, inmensa en el Moscú de Putin

 

Esgrimiendo una bandera del arco iris en el centro de Moscú, Swinton vuelve a sorprender, sin grandes discursos, como una actriz versátil, polifacética   y como activista incansable por los derechos LGTB.

 

La actriz inglesa Tilda Swinton es comenzó su carrera como actriz fetiche y cómplice de algunas de las películas más provocativas del realizador abiertamente gay  Derek Jarman. Pero el papel que más fama le ha dado ha sido el de “Orlando” la adaptación de Sally Potter de la novela homónima  de Virginia Woolf dedicada a Vita Sackville-Vest.  Cuando oímos hablar de iconos gays o lesbianos (algo tan cansino como cambiante y paternalista) nos ponen a Chenoa cantando en Chueca, Lady Gaga, Leticia Sabater  o estampitas de Sara Montiel. No necesitamos iconos (o cada uno tiene el suyo) pero de tener que  elegir uno yo me quedaría con esta camaleónica actriz inglesa cuyo aspecto andrógino y las muchas facetas en las que se ha movido (videoarte, cine experimental, teatro, cine comercial) demuestran que su compromiso va más allá de lo formal.   Tilda Swinton ha intervenido en muchas películas de temática gay (En lo más profundo) o lésbica (Perversiones de mujer) y sus proyectos combinan pequeños papeles en la industria de Hollywood con grandes recreaciones en producciones independientes o películas europeas (algunas de las cuales solo se salvan por su titánica  actuación como es el caso de la barroca, operística  y afectada Yo soy el amor de Luca Guadiano). La protagonista de Tenemos que hablar de Kevin ha hecho de madre convencional o poco convencional, de mujer humilde y maltratada  (The war zone de Tim Roth) o de malvada bruja disneyana (El león la bruja y el armario) pero todos la conocen como alguien cuya capacidad camaleónica traspasa las pantallas y la sitúa en el escenario político de los derechos de las mujeres, gays, lesbianas y transexuales.  Hoy convendría revisar sus colaboraciones con Jarman en filmes como Eduardo II o Caravaggio o El jardín y su complicidad con la causa lésbica interpretando la que sigue siendo la mejor adaptación de la novela histórica y pionera  de Woolf o con sus performances en las que sigue jugando con el cambio de aspecto, desafiando  los corsés de la Inglaterra conservadora   e invitando con discreción pero sin descanso a la ruptura del binarismo hombre/mujer. Swinton es una todoterreno y se ha apuntado a producciones de Hollywood poco o nada estimulantes pero también capaz de dar lo mejor de sí misma en papeles muy complejos como Julia de Érick Zonca, inspirada levemente en la Gloria de John Cassavettes.

 
 
 
 
Swinton no sermonea, actúa. Con acierto o sin él parece mezclar un temple moderado y una sonrisa irónica con pequeños y grandes gestos de dimensión política como rodar un filme coral sobre su amigo Jarman de la mano de Isaac Julien, dormir en una urna de un Museo  de Arte Contemporáneo o  levantar la bandera del Orgullo Gay en la ciudad y un país en retroceso. Un país  donde se siguen matando gays, lesbianas o transexuales, donde la policía está en todas partes, donde se censuran publicaciones y donde se encarceló a las jóvenes cantantes   Pussy Riots por protestar contra la Iglesia ortodoxa  y el régimen despótico  de Putin. Hay pocas actrices o actores que susciten tanta curiosidad por su capacidad performativa y su capacidad de hacer personajes desgarrados como en Tenemos que hablar de Kevin o humorísticos en Quemar después de leer de los Coen o Tumbsuker de Mike Mills (Principiantes). Swinton arriesga tanto en películas comerciales donde le dan un pequeño papel como en filmes casi vanguardistas como los de Jarman, Marbury o Bela Tarr. También se ha trasformado en vaquera y vampira para Jim Jarmush.  Swinton no es una actriz guapa en el sentido convencional del término pero si enigmática y de un extraño y peculiar  atractivo. Belleza fría pero  cambiante.   Si ya como musa y cómplice  de Jarman conquistó muchos corazones ahora sigue por sus caminos rompiendo algunos moldes sociales  a un lado y otro de la pantalla.
 
 
 

Thursday, July 04, 2013

¿QUIEN TEME A JANE AUSTEN?


 

 

¿QUIÉN TEME A JANE AUSTEN?

 

 

           

            Mi curiosidad por el sadomasoquismo data mi más tierna infancia, cuando jugaba a romanos y cristianos con mis compañeros de clase. Mi preferencia por el papel de romano, centurión con látigo en mano, dando siempre órdenes, me sorprende hoy día, cuando tiendo más a preferir un papel pasivo en las relaciones de poder. Tal vez el misterio radique en la turbulencia de una adolescencia de autorechazo y descubrimiento dolorido de una sexualidad disidente en una ciudad provinciana.  Nuestros juegos de entonces, circo incluido, a pesar de su sadismo escénico (puro teatro),  se quedaban pequeños al lado de los brutales castigos que todavía nos inflingían los profesores de avanzada edad, nostálgicos del franquismo, amantes de los rezos  e inexplicablemente nunca jubilados.  A menudo me pregunto si los niños y las niñas que hoy tienen doce años siguen recibiendo violentos tortazos por parte de esos profesores, si estos energúmenos siguen impartiendo clases en el colegio de mi infancia y si estos chavales de nuevas generaciones siguen callando, sin rebelarse, como nosotros hacíamos. Tal vez hayan jubilado a aquellos profesores, o se hayan adaptado a los nuevos tiempos y las nuevas pedagogías (cosa que dudo) o algún alumno  espabilado o padre indignado hayan puesto fin a su reinado de terror.

 

            Cuando jugaba –bastante mal- al fútbol y era castigado por un árbitro joven y seductor no podía evitar tener una erección, que a veces me acompañaba hasta las duchas, para el estupor de mis compañeros de equipo. Desde mis primeros escarceos sexuales estuvo entre mis prácticas preferidas el morder las nalgas desnudas de mis amantes o el chuparles el cuello de manera vampírica, hasta dejarles unas marcas amoratadas que harían palidecer al mismísimo  Bela Lugosi. Esas marcas que ahora ya solo llevan los y las adolescentes. Hoy tengo algunas revistas sobre el tema y me he fabricado un equipo casero de cuero y látigos, pero hasta hace muy poco no me atreví a acudir por primera vez a un “bar leather”.

 

            Mis miedos eran infinitos. Temía que nada más entrar iba a ser atado a unas cadenas y zurrado sin piedad por un joven rapado (casi neonazi) con músculos muy marcados, pantalón militar, esposas de policía urbano  y mirada asesina tras sus gafas de motorista. Temía ser arrojado a una bañera de diseño antiguo y recibir la orina de tipos bigotudos de todas las edades. Mi imaginación no tenía límites y mis prejuicios sobre la cuestión eran los habituales.

 

            Por eso tengo que hablaros de Alex, mi único y verdadero amor (my one and only love). Conocí a Alex en mi primera visita a un bar leather en Barcelona.  Era un chico grande, con unos penetrantes ojos azules que no pude apreciar bien  hasta que no abandonamos el cuarto oscuro del lugar. No era la primera vez que estaba en un cuarto oscuro pero si la primera vez en que estaba en un cuarto oscuro de un bar de sadomaso. Temí ser arrastrado hasta el fondo por algún desaprensivo pero me encontré con Alex, que vestía un espectacular equipo de cuero negro, cadenas y gorra forrada y que me ofreció compartir su cerveza. La invitación allí tenía un doble sentido. Después de la cerveza nos besamos morbosamente y  me invitó a acompañarle a su casa “donde estaríamos más cómodos”. Alex gustaba del sexo en público, doy fe de ello,  pero cuando realmente le gustaba alguien, y creo que ese fue mi caso, lo llevaba a su apartamento, un coqueto y algo estrecho  pisito de soltero en las afueras de la ciudad.
 
 

 

            Alex vivía solo aunque recibía numerosas visitas. Tenía muchos amigos aficionados al S/M y había sido nombrado una vez "leatherman" del año en una feria de San Francisco. Ostentaba su título con la misma vanidad con la que algunos médicos jóvenes exhiben sus diplomas académicos o los cazadores sus horripilantes trofeos.  En el piso de Alex había todo lo que un hombre leather puede desear. Cadenas, esposas, un slimg, un”potro de tortura”, un juego de látigos y fustas, varios aparatos para aplicar y aplicarse descargas eléctricas, velas de todos los tamaños y colores imaginables y un decorado sadomaso digno de la mejor película porno gótica. Nuestras noches de amor se prolongaban lo indecible. El tiempo parecía esfumarse. Unas veces yo jugaba a dominarle y le infringía aquellos castigos corporales que me pedía y otras veces, las más comunes,  era Alex el que armado con un látigo de siete trallas accedía amablemente a todas mis peticiones.
 
 

 

            En el dormitorio de Alex he pasado algunos de los mejores momentos de mi vida. Después de hacer el amor y de dormir plácidamente  Alex me despertaba con el desayuno preparado y lo dejaba en una bandeja sobre la biblioteca. En su biblioteca, aparte de revistas gays leather y libros sobre piercing y sadomaso, Alex tenía las obras completas de Jane Austen, lujosamente encuadernadas en rosa pálido. Costaba imaginarse a ese oso impresionante y erótico que era Alex, rebosante de músculos, fibra y  testosterona, sufriendo por los avatares amorosos, las familias revueltas  y los casorios por amor o por dinero de aquellas  de heroínas decimonónicas, pero así era. Alex había leído todos y cada uno de los libros de su escritora favorita y hablaba de las mujeres de Austen como si de sus amigas más íntimas se tratara A diferencia de la Austen, que escribía a escondidas en el salón de su casa,  Alex si tenía "una habitación propia y diez mil libras al año" que le proporcionaba su trabajo de barman y chapero ocasional en la Barcelona nocturna. No tenía necesidad de esconder sus preferencias sexuales y hacía estupendos viajes al extranjero. Gracias a él perdí el miedo al lado oscuro de mi sexualidad. Aunque el tiempo y mis estudios nos fueron distanciando.  Orgullo y prejuicio. Sentido y Sensibilidad. Pero sobre todo Persuasión.

 

Un día nos encontramos a la salida de la biblioteca donde yo iba a preparar esas oposiciones que luego no me sirvieron de nada. Nos acercamos con torpeza. Alex parecía algo inseguro aunque su aspecto imponente seguía intacto. Esa mezcla de inocencia y primitivismo. Ese querer y no poder ser fiero. Algunos de aquellos encorsetados estudiantes de derecho agrupados alrededor de las máquinas de refrescos inspiraban más temor que Alex que de nuevo resplandecía ante mis ojos. Sin preguntar metió una moneda de café en la máquina. Mientras la bebida se enfriaba y yo me disponía a decir alguna tontería para salir del paso Alex habló con dulzura: Han cerrado dos bares donde curraba  y me han retirado la hipoteca del piso. Esto no puede durar". Le miré extrañado. “Animo, hombre”, fue lo único que se me ocurrió decirle. “La ciudad se muere pero yo me voy si hace falta a Marte” sentenció. Por primera vez era el más pesimista de los dos. Pero de nuevo era el personaje activo de la función. Dispuesto a huir con el mismo ímpetu con el que yo temía quedarme. Le di un beso en los labios, como para demostrarle que no me importaban nada aquellos chicos y chicas murmurantes  que nos rodeaban, y me volví al temario. Cuando miré hacia atrás le vi encestando el vaso de plástico en la papelera  como un adolescente travieso.

 

 

Se fue a Londres sin despedirse  y decidió no volver. Al principio tuvo algún problema con la poli inglesa (que sigue persiguiendo el sexo en público y el sexo hard) y estuvo unos días en comisaría, acusado de escándalo público. La patria de Jane Austen le mostró a Alex su cara más agría. Pero Alex no se derrumbaba fácilmente. Renacía como una planta trepadora.  Más tarde empezó a irle bien, montó un bazar erótico (La Abadía de North-anger)  en el Soho y encontró un oso grande y peludo del que se enamoró locamente. Juntos iban a las manifestaciones contra los recortes en Europa, que algún día, llegarían también a Inglaterra, fuera del euro. Su recuerdo se me  iba haciendo borroso, paseando por una ciudad devastada me acerque  una mañana de domingo a esa zona que solo conocía de noche. Y supe que Alex siempre estaría allí, detrás de esas verjas cerradas, aquellos locales clausurados,  invitándome a compartir su cerveza.  Al volver a casa pase por la case Margaret Tatcher y lloré como no hacía mucho tiempo. Pero no sé si de tristeza o como un agradable desahogo, a tanto tiempo solo, trenes perdidos  y tantos cambios repentinos

.  Hace unos meses recibí su última postal, una misteriosa foto tomada  en el British Museum donde  que aparece vestido entero de negro y abrazado al pálido busto de mármol de la señorita Austen.
 
 
 

Wednesday, July 03, 2013

LAS BRUJAS DE WINTERSON


 
 
La novelista inglesa Jeannette Winterson vuelve al terreno de la ficción y la fantasía tras su conmovedora y sincera autobiografía. En este caso nos cuenta la historia de Alice, una mujer singular y dotada de un extraño poder  y acusada de brujería en Lancashire durante el reinado de Jacobo I. Como siempre en Winterson está presente una mirada femenina, feminista  y lésbica sobre sus criaturas, sean del pasado o del futuro.

 Después de "¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?" dónde esta autora - ya clásica dentro de la literatura feminista, lésbica y queer- nos cuenta su difícil infancia y juventud en una familia desestructurada y una Inglaterra empobrecida, Winterson se adentra con "La mujer purpura" en un misterioso y vergonzante suceso histórico que le sirve para desplegar ese lenguaje cautivador y poético que la caracteriza como narradora original y de primer orden, amada por los lectores y respetada por la crítica. Winterson nos cuenta una historia de mujeres y secretos, sobre todo la historia de Alice - una mujer sabia incriminada en un proceso de brujería- pero también una historia sobre la miseria y la intolerancia de las instituciones eclesiásticas y judiciales de la época. Del ciberfeminismo a la novela histórica (“La pasión”) Winterson se mueve también con soltura en el terreno de la novela gótica sin perder un ápice de esa construcción transgresora, mordaz e intimista que caracteriza a sus mejores novelas.

 

 “La mujer púrpura es una historia de rebeldía, secretos, magia e intolerancia. Algunos de los grandes temas preferidos de esta gran escritora internacionalmente conocida a pesar de la franqueza con la que describe el amor entre mujeres o, en este caso, la intolerancia hacia las mujeres diferentes, el poder patriarcal o un particular descenso a los infiernos de una feminidad a la vez lúcida, luminosa, contradictoria, furiosa y atormentada. En su último libro nos sitúa en un mundo no muy lejano a las de 'Las brujas de Salem' de Arthur Miller pero desde una mirada más humana y con claro regusto feminista. Una novela a la vez tétrica y desafiante sobre el poder oculto de una mujer en un mundo sumido en el rencor y el fanatismo pero donde también surgen las alianzas. Desde Escrito en el cuerpo Winterson no ha dejado de acércanos a mujeres poco comunes o  'fuera de la norma' y en esta ocasión escoge un pasado sombrío y un proceso histórico vergonzoso para aproximarnos con sutileza al mundo de la sabiduría frente a la superstición. Construida como otras novelas suyas -con peculiares fragmentos de prosa poética- estamos, no obstante, ante una de sus obras más clásicas ya que sigue con claridad el hilo de los personajes y los acontecimientos aunque, nuevamente, y a pesar de la negrura del argumento y de las drásticas decisiones de las y los protagonistas, la autora vuelve a dar un aliento mágico a una metaficción llena de ingenio, ironía y mórbido encanto. Cada nuevo libro de Winterson es un obsequio y una sorpresa. "La mujer púrpura" nos regala a la libérrima Alice y a un mundo sumido en las tinieblas y la resistencia al poder en  una época y un personaje que esta escritora sabe hacer suyos.

Monday, May 20, 2013

VISCONTI: MIRADA Y MASCARADA


 

 

MUERTE EN VENECIA: MIRADA Y MASCARADA.

 

 


 

El uso del zoom por parte de Luchino Visconti ha traído siempre de cabeza a críticos y admiradores del maestro italiano. Normalmente se argumenta que el director usaba ese medio en la última etapa de su carrera por cuestiones de comodidad en el desplazamiento, víctima de los achaques de la edad y la mala salud. Como si de un Von Aschenbach cualquiera se tratase, Visconti se convierte en un director juvenil recurriendo a uno de los más vilipendiados recursos fílmicos de los nuevos cines. Pero el buen uso que el maestro hizo de este brusco movimiento del objetivo de la cámara (hacia delante y hacia atrás) nos hace pensar que las razones de su empleo no eran, al menos no solamente, cuestión de la edad o la disfuncionalidad.

            Si como dice Suzanne Liandrat-Guigues en su hermosa monografía sobre el director[1][1] El zoom viscontiniano es una manera de “agujerear el plano secuencia” sin desgarrarlo, reemplazando al verdadero “racord”, al cambio de plano, menos por economía que para garantizar que, por una parte y otra de esta cesura, el rostro seguiría idéntico a sí mismo, podemos concluir que la cuestión del zoom en Visconti, como la del travelling para Godard, es una cuestión, además de estética, ética. El uso del zoom aparece al final de su carrera como el recurso de un director que realiza un cine cada vez más autárquico, autobiográfico y desgarradamente íntimo. Un cine que, despojado de la influencia neorrealista y de los grandes temas sociales, no deja por ello de tener un importante alcance social y político en cuanto inserto en las cuestiones de la política del género, la autobiografía y la diferencia sexual.

            No recuerdo más brutal expresión cinematográfica del flechazo, flechazo de fisicidad subrayada, que el zoom que acompaña la primera mirada del profesor encarnado por Burt Lancaster en “Confidencias” sobre un joven, arrogante  y seductor Helmut Berger en el papel de Konrad. La posición de voyeurs de muchos personajes del último Visconti implica una reflexión sobre la propia naturaleza del hecho fílmico como engranaje de un deseo que solo puede materializarse en el plano virtual. Aschenbach persiguiendo al andrógino  Tadzio, inmovilizado en su hamaca de playa, como si de un espectador cinematográfico cualquiera se tratase, habita en Visconti tanto a través de sus elegantes y suntuosos movimientos de cámara de “Rocco y sus hermanos” o “El gatopardo” como de sus rápidos y deslumbrantes zooms de “Muerte en Venecia”, “Confidencias”,  “Ludwig” o “El inocente”.

            De los muchos temas que plantea “Muerte en Venecia” (la decadencia del artista, la vejez versus la juventud, la búsqueda ética de la belleza, la muerte y la soledad del creador) el que más malentendidos causó y sigue causando es el de la homosexualidad, planteado en ocasiones como sí pudiera desligarse fácilmente del resto de coordenadas que atraviesan el filme. En el momento de su estreno “Muerte en Venecia” recibió críticas de admiración y repulsa casi a partes iguales. En Estados Unidos fue acusada de “inmoral”, aunque lo que realmente frenó su carrera comercial fue el escaso gusto del público americano por los filmes lentos y contemplativos. En Europa se consideró generalmente como la máxima expresión del “segundo Visconti”, el más íntimo también y el más autocomplaciente. Se alabó la belleza formal del filme, la esforzada interpretación de Dick Bogarde (actor de especulativa bisexualidad y ya experto en papeles con su “lado oscuro” desde “Victima” o  “El sirviente”), la maestría del director y la música de Mahler. Parecía de “mal gusto” hablar sobre la homosexualidad en “Muerte en Venecia” ya que el filme era ante todo, y como la novela de Mann, un tratado sobre la “belleza con mayúsculas” y la “decadencia del artista”. De este modo, la belleza con minúsculas era condenada a callar y la coartada intelectual permitía a los degustadores del arte y ensayo disfrutar sin complejos de las “sublimes mariconadas” (como las definió un comentarista español) del maestro italiano. El público de los cineclubs adoraba  así al genio italiano sin ver al autor, glorificando sus filmes pero eludiendo hablar de sus connotaciones homoeróticas, como los fieles en una Iglesia ante el cuerpo desnudo de un Cristo joven y sangrante, pero misteriosamente “asexuado”. Ese Cristo al que Pasolini pone el rostro y el cuerpo de un adolescente (raggazo de la vita)  del extrarradio urbanita en “Mamma Roma”.

            Ya es hora de hablar de “Muerte en Venecia” desde éste como desde otros ángulos. Filme hermoso, tratado sobre la belleza sin duda, reflexión sobre el arte y el individuo enfrentado a sus contradicciones vitales y a los fantasmas de su pasado, es también un filme abierto a una importante lectura de género, lectura a la que es propicio casi todo el último Visconti y en particular su denso e infravalorado “Ludwig”, mordaz disertación sobre la decadencia de la monarquía y el creciente poder de la clase médica.

            “Muerte en Venecia”, amor gay platónico, deseo insatisfecho de un viejo artista por un joven efebo que corretea por las playas y calles venecianas, plantea cuando menos la cuestión central de la mirada. Ya las críticas feministas del cine, no hace falta recordarlo, subrayaron que, como Humpty Dumpty y el lenguaje del amo, lo fundamental en la política feminista sobre el cine es saber quién es el dueño y señor de la mirada: quién posee la mirada. Miradas de hombres sobre otros hombres o de mujeres sobre otras mujeres han sido obviadas durante mucho tiempo a pesar del prestigio crítico de filmes como “Persona”,  “El silencio”, “Teorema”, “Las ciervas”, “Hiroshima, mon amour”, “Satyricon”, “Orphée”,  “El joven Torless”, “El sirviente”, “Ricas y famosas”, “La religieuse”, “La truite”   o “Las margaritas”.
 
 

            La posición de mirar en el cine ha sido tradicionalmente patrimonio masculino, no en vano durante mucho tiempo, y los directores han sido -y siguen siendo hoy-mayoritariamente  hombres. Pero la posición del espectador de cine en cuanto mirón es también una posición pasiva, identificada culturalmente con lo femenino/pasivo. El cuerpo de la mujer era el fetiche, el objeto de la mirada masculina. Ese cuerpo acaba glorificado o destruido cuando el hombre no puede poseerlo. La mirada lo objetualiza.

            Es curioso el modo en que  Visconti se apropia de la mirada de Aschenbach desde el comienzo del filme dando un brusco salto desde la tercera persona de la novela de Mann a una primera persona marcada por los travellings subjetivos y los flashbacks en el interior de la narración. La posición activa de mirar-desear  de Aschenbach a Tadzio- un  efébico Björn Andersen- es, desde el punto de vista fílmico, una posición considerada masculina. Tadzio es el objeto-bello de la mirada, pero esto entra claramente en contradicción con la naturaleza generizada de ambos personajes en el relato. Aschenbach es el músico envejecido y enfermo cuya homosexualidad reprimida estalla en la mortuoria  Venecia en la forma de un angélico muchacho cuyo comportamiento, sin embargo, y a pesar de sus coquetas sonrisas y sostenidas miradas (devueltas) al profesor, es intachablemente heterosexual y masculino, rechazando los arrumacos de su joven compañero de juegos. El profesor, enamorado de Tadzio, sufre una progresiva feminización en su aspecto y maneras mientras que Tadzio es cada vez más un chico despreocupado y virilmente juguetón, a pesar de su delicada apariencia. Esto nos lleva a cuestionar la máxima sobre el lenguaje fílmico esbozada por las teóricas feministas del cine de “quién tiene el lenguaje (la mirada en el cine) tiene el poder” cuando esa mirada no está legitimada por la sanción social de la heterosexualidad y los roles de género.

            Recuerdo vagamente haber visto por primera vez, de niño, “Muerte en Venecia” en la televisión en un programa-debate de “La Clave” sobre “El SIDA”. Entonces encontré lógicamente aberrante el que el oportunista programador de la segunda cadena emplease “Muerte en Venecia” (nada que ver con el tema a debatir) para la ocasión Una elección hoy irrisoria. Como irrisorio era  Garci metiendo a los autores/as en el armario y hablando como un adolescente salido  de la belleza de las actrices. Sida  y “Muerte en Venecia”. Podía haber sido “La peste” de Camus. Visconti también adaptó “El extranjero”, con la playa como uno de los escenarios fundamentales. Como también la playa es importante en los filmes de Bergman, a pesar de su carácter intimista.

  Pero tampoco  estoy tan seguro de que la elección fuera del todo desafortunada. Ciertamente la proyección de un filme sobre la peste en la ciudad de los canales parecía ser el resultado, o bien de querer poner esa película independientemente de su verdadera relación con el tema, o el resultado de la entonces plenamente vigente y tendenciosa asimilación en el imaginario social de “homosexualidad, disipación, desinformación   y Sida”. Parecía que la Venecia de Visconti, con sus colores apagados, nieblas pictóricas, sus canales sucios  y góndolas mortuorias, debiera ser un reflejo “exquisito” del San Francisco de los ochenta convulsionado – en todos sus estratos sociales-  por la pandemia. El siroco y la amenaza de la peste sobre la Venecia de principios de siglo y la ocultación que las autoridades hacían de la salubridad real parecían tener que ser comparadas con el “pánico moral”, la estupefacción mediática, el “pánico moralista”  y la inacción de los poderes públicos  ante el SIDA en la época. Nada más lejos sin duda de la intención de Mann o Visconti,  que nada llegaron a saber del VIH. Sin embargo en el discurso ideológico del filme hay un elemento que siguió y sigue vigente como máxima cultural en torno al SIDA y el imaginario homofóbico y es el hecho de que “existe una vinculación entre la homosexualidad como esencia y la muerte como resultado de la enfermedad, física o psíquica”. En Visconti, como en los discursos sociales más reaccionarios, parece haber un continuum entre el deseo homosexual y el deseo de muerte, Eros y Tanatos, culpa y castigo. Algo que viene de toda una tradición que interpreta de forma simplista y reaccionaria el psicoanálisis y que atraviesa novelas como “El pozo de la soledad”, “El inmoralista”, “Confesiones de una máscara” o películas como “El beso de la mujer araña” o “Las amargas lágrimas de Petra Von Kant”.

            Sin negar ninguno de sus valores y reivindicando la valentía de la mirada de Visconti no cabe duda de que en su Aschenbach como en el de Thomas Mann el deseo homosexual es asimilado a la compulsión autodestructiva. De nuevo Marx y Freud (sobre todo) no andan lejos de la ambigüedad moral e ideológica del maestro italiano. El autor de la neorrealista “Rocco y sus hermanos”, como su colega Pasolini, bebe de toda una tradición freudomarxista de corte algo rígido, claustrofóbico  y heterosexista. Como si de una jugarreta del tiempo al profesor Thomas Mann le salió un hijo díscolo, Klaus, que narró sus experiencias nómadas y gays en una Europa sacudida por el fantasma del nazismo en libros como “El volcán” o “Mephisto”. Klaus Mann más cerca del Berlín decadente y en crisis de Isherwood que de la biblioteca sinfónica  de su padre se reveló contra un modelo de intelectual reflexivo a favor del intelectual aventurero.

            Afortunadamente el filme va más allá y no sólo porque reflexione sobre la belleza y la muerte en términos más abstractos y generalizables que los mencionados sino  también porque incluye suficientes elementos discretamente subversivos como para ser apreciada en su conjunto como un filme abierto, cambiante  y complejo. Uno de esos apuntes desestabilizadores de la coherencia ideológica planteada sería el tema de la mascarada en todas sus acepciones, presente en el filme desde el comienzo.

            Venecia no es sólo la ciudad del cine - con Mankiewicz y sus codiciosas mujeres y manipuladores tramposos, Lean y sus románticas y  otoñales “Locuras de verano”-, es también la ciudad del carnaval y la máscara. Y el carnaval permite, en su subversión de los códigos sociales, bromear sobre cuestiones tan delicadas como el sexo y la muerte. Cuando vemos, aún hoy,  a los hombres  jóvenes o no tan jóvenes (presumiblemente heteros)  en los días de  carnaval disfrazándose de mujeres “voluntariamente mal” para conservar su hombría se atisba algo del poder subversivo del disfraz y la mascarada. Algo de la incomodidad que sigue causando el “saber” o “poder” ocupar lugares no asignados, hasta hace muy poco nada legítimos.  En su llegada a la ciudad en vaporeto Aschenbach encuentra a un anciano grotesco con un rostro/mascara maquillado. Como señala Jaume Radigales en su estudio[2][2] del filme, a  partir de ahí el propio Aschenbach inicia un complicado juego de máscaras. Bajo la máscara del artista genial y en busca de la perfección se encuentra el hombre, fracasado, esteta  y vulnerable. Bajo la máscara de la belleza puede encontrarse la fealdad o el horror interiores. Pero la última máscara que Aschenbach se pone es la máscara de la disolución de los géneros. Según la teórica y psicoanalista Joan Riviere, la feminidad (y es la feminidad la máscara que teme y que finalmente busca Aschenbach) es una máscara. Máscara no en el sentido de que uno se la puede poner y quitar sino que la feminidad es una máscara en el sentido de que es ser-en-apariencia, puro artificio, una ilusión. La feminidad es la exhibición de un cuerpo seductor para la mirada del otro” En la elocuente secuencia, hacia el final, de su visita al barbero este le dice al profesor que gracias a su arte (de enmascarador) puede sacar a flote su verdadera naturaleza. Entonces cubre de juvenil tinte negro las sienes del músico, enrojece sus labios con carmín y tiñe sus cejas de negro. El peluquero subraya “Usted tiene derecho a ser joven” y acaba sentenciando “Ahora podrá seducir a quién usted quiera” lo que provoca una mezcla de complacencia y escalofrío en la sonrisa satisfecha del profesor. No anda lejos en esta sentencia campy la máxima de la Agrado almodovariana (Todo sobre mi madre) cuando afirma que “uno/a es más auténtico/a cuanto más se parece a lo que había soñado de sí mismo/a”. O de la máscara de las mujeres de Bergman en “Persona” o “El silencio” -con sus connotaciones lésbicas que alarmaron a la censura franquista-  o de Chantal Akerman en  sus femeninas y  feministas “Je, tú, lui, elle” y “La cautiva”. El profesor, gracias a la mascarada, gracias a  la performance de género, se quita la máscara que ha llevado toda su vida. El género sexuado deviene así en la representación-copia de un original que es también una copia.[3][3] Y con esta nueva máscara que “le devuelve su color natural” se dispone a seducir a Tadzio. Pero entonces la enfermedad y la muerte hacen su aparición, el calor derrite la máscara y el profesor muere, quedando relegado a su único papel posible, el papel de espectador, sentado en una tumbona mientras el maquillaje se derrite por un sol abrasador. Esa cámara de fotografía antigua, con el trípode clavado en la arena radiante de la playa, situada a la derecha del encuadre, nos recuerda el carácter estático y precinematográfico de la mirada de Aschenbach, incapaz de actuar o interactuar del todo con lo que está viendo, igual que es incapaz de realizarse como músico, esposo o artista, por las rígidas normas sociales que conllevaban esos papeles.  El borramiento del personaje detiene la ficción que se ha sostenido en su mirada, la mirada de un deseo insatisfecho que se quita la máscara cuando ya es demasiado tarde. Visconti también se detiene en la mirada de un personaje de uno de los últimos grandes trabajos de su carrera. En “Confidencias”, un filme que también contrapone la senectud con la insolente y algo inconsciente  juventud  -verbalmente más explícita-, el anciano profesor se deja “seducir por el encanto de Konrad” (Helmut Berger) y por la mezcla de fuerza y vulnerabilidad que desprende. Pero cuando la joven y desinhibida  Lieta se ofrece a besarlo sentencia “no la envidiaría, sería  como besar a la muerte”. Visconti pone a punto de ebullición el homoerotismo y las presiones sociales así como las crisis económicas de cada momento  pero sus personajes –casi siempre- se limitan a mirar. El vouyerismo- como el S/M- está considerado como una “parafilia” cuando, en realidad,  lo practica todo bicho viviente. Como un visionario del nuevo cine queer Visconti pone el acento en la mirada del autor más que en la naturaleza de sus personajes, reivindicando la belleza gay y la posición del espectador por encima de la historia. También se muestra un visionario de la Europa del futuro a partir de esa Europa del pasado en “La caída de los dioses”, asociando la decadencia y la corrupción de la alta burguesía industrial al ascenso del nazismo. La banca y el poder, la política y el extermino. Merkel, Rajoy, Cifuentes, Gallardón y la policía cargando contra el pueblo. Los chacales, los raposos.  El uniforme y el arrebato del saludo nazi que, como un futbolista cualquiera, hace un  joven decadente – después de envenenar a su corrupta  familia europea-  poniendo en evidencia “la que se avecina”.



 
 
 

Sunday, April 28, 2013

FAR FROM HEAVEN


 

 

 

ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO

 CAMP Y RELECTURA DEL MELODRAMA SIRKIANO EN “LEJOS DEL CIELO” DE TODD HAYNES.

 

Lejos del cielo es una fascinante pero discutible película de Todd Haynes. El cineasta independiente, abanderado del new queer cinema con Poison, realizador de la interesante Safe y la desigual pero atractiva Velvet Goldmine da su salto definitivo al cine mainstream con un melodrama en la mejor tradición de Douglas Sirk. Ya el título apunta a la referencia fílmica que se va a mantener a lo largo de todo el filme, All that heaven allows (Sólo el cielo lo sabe) (1956), uno de los más canónicos melodramas del director alemán en su etapa de esplendor y fama  hollywoodiense.

Mi propósito en este trabajo es demostrar como el filme de Haynes, a pesar de ser una producción sugerente y atractiva, en muchos aspectos una pequeña obra maestra, fracasa en su intento de hacer una relectura camp del melodrama sirkiano en términos de apropiación gay-les y campy de los códigos del género. Y para hacerlo debo antes de analizar el filme en sí hacer unas precisiones teóricas acerca del camp, el espectador gay, el cine de Hollywood en general y el melodrama “femenino” en particular.
 
 

 

            EL ESPECTADOR GAY Y SUS MASCARAS EN LA REPRESENTACIÓN.

 

            La relación del espectador gay con el cine de Hollywood no ha merecido la atención debida por parte de los estudios que se encargan de la recepción cinematográfica. La evolución de la teoría feminista y en particular la teoría gay, lesbiana y queer en todos los campos de la cultura y el ámbito académico ha permitido romper progresivamente ese silencio. Hoy día hay varias publicaciones interesantes que se ocupan de este tema, a veces con carácter casi monográfico como es el caso de Spectacular passions, el libro sobre el camp y la mirada gay en el cine de Brett Farmer. En su libro, como en anteriores trabajos, se incide en como la relación del espectador con el objeto cultural, artístico o de consumo y entretenimiento no es una relación unidireccional y, desde luego, no es una relación inocente. Gracias a estos estudios sabemos que el objeto artístico, en este caso la obra fílmica, es siempre una obra que se crea y se re-crea, de un modo performativo, en interacción con los gustos, opiniones, proyecciones y fantasías del espectador/a. El espectador gay o queer  ha sido un sujeto privilegiado en cuanto a fantasías proyectivas, un privilegio que ha adquirido al alto precio de su invisibilidad social y cultural. Es decir, que la ausencia de referentes culturales le ha llevado a apropiarse de un modo rico, sabio y, en ocasiones, harto complejo de los objetos artísticos más proclives a la identificación y la fantasía.

            El melodrama, junto con el musical y el cine de terror, ha sido uno de los géneros más proclives a la identificación fantasiosa de un público gay ansioso de modelos. Tres géneros que desde el exceso han podido representar mejor que otros (mejor incluso, que la comedia con su temática sexual y sus equívocos de género) los recursos de supervivencia de los grupos subordinados a través de la estética.

            El melodrama ha sido también un lugar pionero y casi único de identificación para las mujeres espectadores a lo largo de todo el cine clásico de Hollywood, hasta el punto de ser considerado un género específicamente “femenino” (women films). Las teóricas feministas del cine se han interesado en como el melodrama presenta de un modo interesante, aunque normalmente conservador en su resolución, las tensiones sexuales, sociales, económicas en la que se encuentra la mujer con respecto a la institución familiar y su rol de género dentro y fuera de la misma. El melodrama plantea como estas relaciones están llenas de fracturas y tensiones, corrientes en las que el deseo y la rebeldía femenina parece herramienta de transformación, contestación y trasgresión social. Sin embargo estos relatos rara vez se resuelven de un modo satisfactorio para las mujeres y el orden heteropatriarcal suele quedar intacto. La maternidad abnegada y el romance heterosexual triunfan a pesar de haber mostrado, en numerosos melodramas, su lado oscuro y como resultan opresivos o ambivalentes para la autorrealización de las mujeres.

            El espectador gay ha elegido los modelos femeninos del melodrama como puntos de identificación por la representación exagerada que hacen las actrices del género femenino llevándolo a un punto de colapso. El gran guiñol del melodrama con actrices como Bette Davis, Marlene Dietrich, Judy Garland, Lana Turner o Vivien Leigh (“A streetcar named desire”)  entre otras muchas exagera una feminidad que sufre, una feminidad que revela su carácter de mascarada y artificio, de lugar de resistencia a un orden sociosexual alienante que le obliga a representar papeles impuestos: el ama de casa, la amante esposa, la madre abnegada, la vecina cotilla, la infiel arrepentida... papeles característicos de una heterosexualidad compulsiva que siempre impone sus reglas y obliga a la representación y la mentira. Este acto de apropiación de los papeles femeninos perdura hasta hoy día, aunque los papeles gays son mucho más comunes, incluso en el cine de masas, y esto es debido a que la posición de la mujer sigue siendo un lugar privilegiado de resistencia y reformulación en el campo semántico del romance heterosexual.

            El camp y su capacidad de apropiarse de los códigos culturales desde una mirada “no inocente” sigue siendo una herramienta preciosa a la hora de leer las contradicciones que exponen en sus atormentados papeles las estrellas femeninas en el cine

           

            LOS ANOS CINCUENTA: UNA SOCIEDAD DE MASCARAS

 



            Far from heaven retrata un fragmento preciso de la sociedad norteamericana: La burguesía provinciana de finales de los cincuenta. El mismo segmento que disecciona “All that heaven allows (Solo el cielo lo sabe)” de Douglas Sirk sólo que con la distancia y la libertad renovadora de incluir otros temas ocultos en los filmes realizados en aquel periodo. Los años cincuenta son un periodo privilegiado para la relectura camp, ya que son un periodo caracterizado por “La mentira” más que ningún otro en la historia de los Estados Unidos. La mentira, el miedo y la delación. Y como dice Proust en La prisionera: “La mentira, la mentira perfecta, sobre las personas que conocemos, las relaciones que hemos tenido con ellas, nuestro móvil en una determinada acción, formulado por nosotros de manera muy diferente; la mentira sobre lo que somos, sobre lo que amamos, sobre lo que sentimos respecto a la persona que nos ama [...]; esa mentira es una de las cosas del mundo que puedan abrirnos perspectivas a algo nuevo, a algo desconocido, que pueden despertar en nosotros sentidos dormidos para la contemplación de un universo que jamás hubiéramos conocido”.

            Los años cincuenta representan una cierta prosperidad con respecto a la posguerra y una ambición desmedida por maquillar las miserias cotidianas detrás de un aparatoso glamour. Esto, unido a la competencia de la televisión, lleva, en el terreno cinematográfico, al desarrollo de nuevas tecnologías aplicadas al cine, con nuevos sistemas de color y espectacular formatos de pantalla: Cinemascope, Vistavision, Cinerama... Frente a esto existe una corriente crítica y realista que el macartysmo no ha logrado sofocar del todo. En esta línea se realizan filmes modestos y realistas, que abordan cuestiones sociales y humanos desde un nuevo ángulo, como La ley del silencio, Un lugar en el sol,  Brigada 21  o Marty, que obtienen una excelente acogida de público y crítica, aunque nunca desbancan en popularidad al celuloide colorido y conservador de filmes como Ben-Hur, Siete novias para siete hermanos  o El mayor espectáculo del mundo. La influencia del neorrealismo italiano, del Broadway más crítico y la llegada de nuevos directores formados en el lenguaje televisivos van a consolidar esta tendencia. En un punto medio entre el glamour deslumbrante y acaramelado y la crítica social del “american way of life” se encuentran los estilizados melodramas realizados por Douglas Sirk para la Universal en la década de los cincuenta. Nuevos temas (como el racismo, la prostitución – de forma atenuada - , el alcoholismo o los dilemas de la generación joven) se dan la mano con una producción pulcra y estandarizada, una preocupación por la taquilla y las estrellas del momento y una revisión, barroca y, en ocasiones, perversa de los códigos del melodrama clásicos. Otros temas como la homosexualidad se quedan a las puertas cerradas por los códigos de censura vigente. Este y otros temas son los que Haynes incluye en su filme que, por otro lado, trata de respetar el look y el tono de los melodramas de los cincuenta, con su brillante tecnicolor, sus rutilantes estrellas y sus pasiones “bigger that life”. Después de todo el marido gay que encarna Dennis Quaid en Lejos del cielo no está tan lejos del Robert Stack en Escrito sobre el viento atormentado por los problemas de esterilidad. El personaje de Julianne Moore es una mezcla de la Jane Wyman ingenua y apocada de Sublime obsesión y Solo el cielo lo sabe y la honesta y luchadora Lauren Bacall de Escrito sobre el viento. La vecina chismosa, confidente y mejor amiga de la protagonista, está directamente inspirada en el idéntico personaje al que da vida Agnes Moorehead en Solo el cielo lo sabe. El jardinero negro evoca al personaje de Ron Kirby interpretado por Rock Hudson en el filme de Sirk, aunque en blanco y bien plantado, con su sobriedad algo insulsa y su ecológica entereza.

            El uso del color en el filme de Haynes es sencillamente fascinante aunque no aporta nada nuevo al uso que de los colores saturados y de la iluminación contrastada hicieron Vicente Minelli y el propio Sirk en los filmes que inspiran la variada gama cromática de Lejos del cielo. La música del veterano Elmer Bernstein, un clásico que puso banda sonora a muchos filmes de los cincuenta, se limita a evocar con destreza algo insistente sus propias partituras para melodramas de la talla de Some come running o Home from the Hill”.

            Tal y como refleja Lejos del cielo, los años cincuenta son los años de la domesticidad, en el sentido no solo de culto a la vida domestica y los valores familiares tradicionales, sino de domesticación de las pasiones y las corrientes subversivas que ya atravesaban de un modo irrefrenable la sociedad estadounidense del momento. Corriente que van a estallar en la década siguiente, tras ese periodo de falsa pulcritud y sonrisa forzada de la década de los cincuenta, marcada por la posguerra fría, la paranoia anticomunista y políticos reaccionarios como el presidente Eisenhower. La sombra del macartysmo, la paranoia de una tercera guerra y la amenaza nuclear han hecho más violenta la brecha entre la vida pública y la vida privada, la realidad y las apariencias. Esta división ha afectado de un modo especialmente profundo al terreno de las costumbres. No por menos numerosas y menos sonadas debemos olvidar a las víctimas homosexuales de “la caza de brujas”. Los cincuenta, en el terreno sexual, son una década de tensiones, contradicciones y resistencia. La masculinidad hegemónica entre en crisis y aparecen modelos alternativos que tienen su reflejo en las estrellas cinematográficas masculinas. James Dean, Montgomery Clift, Marlon Brando o Anthony Perkins son algunos de los nuevos perfiles de un joven más sensible, inseguro y vulnerable, y en ocasiones, “femenino”. La homosexualidad sigue siendo considerada una patología y es socialmente desaprobada. Sin embargo en 1948 el Informe Kinsey ha causado un pequeño terremoto al revelar que un elevado tanto por ciento de los varones adultos estadounidenses ha tenido una experiencia homosexual hasta el orgasmo. Las primeras asociaciones homófilas se crean a lo largo de la década aunque actúan desde la sombra. El modelo de feminidad tradicional se ve inicialmente reforzado por la vuelta al hogar de las miles de norteamericanas que se habían incorporado al mercado laboral en los años de la segunda guerra mundial. Sin embargo las jóvenes ya pueden leer algunas cosas, por sesgadas e incompletas que sean, acerca de si mismas y su sexualidad, en la literatura (Sylvia Plath, Anne Sexton, Elizabeth Strout), la filosofía (Simone de Beauvoir), la música popular (la emergente Joan Báez) o las revistas femeninas. Son los años en los que empieza a desgarrarse lo que muy poco después Betty Friedmann llamara “La mística de la feminidad” En Lejos del cielo se refleja con mayor veracidad esta tensión de los roles sexuales tradicionales que en los filmes de Douglas Sirk, aunque en estos también se encontraba presente. En Lejos del cielo el matrimonio protagonista acude a un repelente  psiquiatra en busca de resolver el “problema homosexual” del marido. El modelo es el esperado. Un médico paternalista y nada tranquilizador que ofrece diferentes alternativas, todas ellas marcadas por la esperanza de “la curación”. El personaje de Quaid, a diferencia del de Moore, no es un personaje simpático. La trasgresión de Quaid no se ve dignificada, a diferencia de la de su esposa, por la entereza, la valentía  o la renuncia, aunque podemos suponer que su nueva vida, lejos del hogar, con su joven amante, no será nada fácil.
 
 

 

            HAYNES Y EL NEW QUEER CINEMA

 

            En 1991 Todd Haynes se convierte en uno de los nombres más destacados del new queer cinema con su primer largometraje Poison, una mirada personal y algo campy el mundo sórdido, carcelario  y subversivo de las novelas de  Jean Genet. Junto con los filmes de Araki, Kalim (“Swoon”, “Savage Grace”), Rose Troche, Maria Beatty  o John Greyson el filme de Haynes se convierte en una muestra de lo que B. Ruby Rich llamará  “Nuevo cine queer” y que se caracteriza por su incorrección política, sus atrevidas propuestas temáticas y visuales y su independencia frente al Hollywood más comercial. Ya en este primer filme Haynes demuestra una gran habilidad para la apropiación camp de un subgénero como la ciencia-ficción paranoide y el terror de serie B de los cincuenta en uno de los episodios que atraviesan el filme. De un modo mucho más burdo e irreverente que el homenaje sentido que hace al melodrama del periodo en Lejos del cielo. No he podido ver su segundo filme, Safe –sobre la paranoia de las enfermedades contagiosas-  que como Far from heaven tiene como protagonista a la siempre intensa Julianne Moore, y que ha obtenido una excelente acogida crítica pero una limitada distribución fuera de EEUU. Su tercer filme ya apunta hacia el abandono de la radical independencia que mostraba en Poison. Velvet Goldmine es un vigoroso  homenaje al glam-rock y a sus ídolos con una deslumbrante belleza visual y unos resultados desiguales. Haynes demuestra que tiene un indudable talento visual y cierta personalidad aunque desorienta a los admiradores de sus dos primeros filmes. Pero sin duda el giro de ciento ochenta grados, al menos en apariencia, de la carrera de Haynes se ha producido con su entrada en el cine mainstream, nominaciones varias a los Oscars incluidas, con Far from heaven, un melodrama con mayúsculas, que curiosamente coincidió en su fecha de estreno con otra tragedia sobre la vida estadounidense en diferentes épocas como “The hours” de Stephen Daldry, donde Moore interpreta a una ama de casa aburrida y con reprimidas fantasías lésbicas.

 

 

 

            ¿LEJOS DE SIRK?

 

            Si el filme de Haynes fracasa en su lectura camp del genero melodramático es porque hace una lectura perversa de un filme Solo el cielo lo sabe que ya era bastante perverso de por si. De hecho el filme de Sirk es, con respecto al canon hollywoodiense de los cincuenta, mucho más perverso que el filme de Haynes con respecto al cine del nuevo milenio. De un director independiente formado en las corrientes del new queer cinema uno espera una propuesta mucho más delirante de relectura del melodrama sirkiano y sus claves ocultas que la valiente pero pulcra y respetuosa aproximación de Haynes. Desde el comienzo el filme se muestra admirativo respecto a las convenciones y los mecanismos que trata de imitar. Ya la música melancólica del comienzo y los títulos de crédito en azul turquesa y letras demodé, con el paisaje otoñal al fondo, nos introduce en la atmósfera sirkiana de tristeza del comienzo de All that heaven allows solo que allí mucho mas osadamente se encuadra el campanario de una iglesia como representante de ese cielo que en realidad permite bastante poco. Durante todo el filme los colores cálidos y la luz del hogar de Moore contrastan con la iluminación, igualmente esteticista y artificiosa pero mucho más sombría y agresiva de otros lugares como el despacho de Quaid, lugares de re-presentación de la masculinidad dominante. La sesión fotográfica a la que una revista de sociedad somete al hogar de Moore, considerándola representativa de la típica mujer americana sociable y hogareña, pone de relieve, con cruel ironía, la distancia abismal entre las apariencias, las pulidas superficies en tecnicolor y scope y el drama que se está gestando en el verdadero interior del hogar del matrimonio protagonista.
 
 
 

            El uso del color, las callejuelas oscuras y los planos en picado acentúan el contraste entre la candidez del hogar y el mundo sórdido en que se adentra Quaid en su vida homosexual clandestina. La representación de la homosexualidad de Quaid no está alejada, al menos en los primeros momentos del filme, de la representación sombría y algo tópica que encontramos en los primeros filmes de Hollywood que “abordaron” el tema, como Advise and consent o The detective, con sus bares sórdidos, sus luces rojas, sus miradas en el cine o su atmósfera de culpabilidad. Hay sin duda una intencionalidad clara en presentar así el submundo en el que opera Quaid cuando abandona a sus compañeros de trabajo y mientras su esposa le espera preocupada. Su detención en los primeros momentos del filme por encontrarse borracho y en “malas compañías” evoca un momento similar de Escrito sobre el viento en el que la díscola hija encarnada por Dorothy Malone vuelve a casa, el hogar burgués y patriarcal, en un estado lamentable y custodiada por la policía. La doble vida, que en los filmes de los cincuenta, se atribuye a las mujeres “de costumbres ligeras” se identifica aquí con otro grupo social, los homosexuales masculinos, que no aparecían -no podían aparecer de forma clara- en el melodrama clásico.
 
 

            El tema racial esta tratado con mayor valentía que en los filmes del periodo en que transcurre el filme, con mayor valentía que en por ejemplo la sobrevalorada Imitación a la vida. Haynes se implica con mayor realismo al mostrar una agresión brutal a la hija negra del jardinero por un grupo de muchachos y como los amores interraciales son rechazados de igual modo por la sociedad blanca y la comunidad negra. La primera aparición del jardinero negro, visto desde el interior del hogar como un intruso o un peligroso merodeador, pone ya de relieve las insalvables barreras raciales y de clase que separaran finalmente a Moore de su nuevo amor. Como en Sirk, los objetos, en este caso el chal morado que pierde la protagonista y recupera el jardinero, adquieren resonancias inesperadas a lo largo de la historia.

            Haynes imita a Sirk en el uso de los espejos con fines dramáticos, valiéndose de la profundidad de campo, con el personaje de Moore en primer término y la imagen de su hija, su sirvienta negra   o su marido al fondo en profundidad de campo. La protagonista, en un alarde algo excesivo de glamour, no lleva el mismo vestido en dos secuencias consecutivas y, en alguna ocasión, tampoco en dos planos consecutivos. Y es que su vida es la de una feminidad que se representa continuamente y sin descanso.

            Los gigantescos primeros planos de Moore enfatizan el sufrimiento de la protagonista y su aislamiento en un mundo solo aparentemente confortable, dominado por una hipocresía que puede tornarse en violencia y rechazo social.

            En su conjunto, Far from heaven es una elegante y personal propuesta que incluye con destreza el tema de la homosexualidad en un filme que evoca todo el sabor y la estilización de los melodramas de Douglas Sirk y hace un retrato de la sociedad estadounidense de los cincuenta que sirve de perverso reflejo especular a la sociedad estadounidense actual y sus prejuicios todavía vigentes. Sin embargo como lectura “queer” del melodrama fracasa en su intención de subvertir los códigos del género y de descubrir las claves que hacen de sus referentes clásicos filmes aún más atractivos y perdurables.